miércoles, 14 de junio de 2023

LAS CAUSAS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

 A pesar de las controversias, los historiadores coinciden en señalar diversos factores de especial relieve: la pervivencia de los conflictos no resueltos por la Primera Guerra Mundial, las graves dificultades económicas en la inmediata posguerra y tras el «crack» de 1929 y la crisis y debilitamiento del sistema liberal; todo ello contribuyó al desarrollo de nuevas corrientes totalitarias y a la instauración de regímenes fascistas en Italia y Alemania, cuya agresiva política expansionista sería el detonante de la guerra. Ya en su mera enunciación se advierte que tales causas se encuentran fuertemente imbricadas: unos sucesos llevan a otros, hasta el punto de que la enumeración de causas acaba convirtiéndose en un relato que viene a presentar la Segunda Guerra Mundial como una reedición de la «Gran Guerra».



Ciertamente, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) no apaciguó las aspiraciones nacionalistas ni los antagonismos económicos y coloniales que la habían ocasionado. Todo lo contrario: la forma en que fue fraguada la paz, con condiciones abusivas impuestas unilateralmente por los vencedores a los vencidos en el Tratado de Versalles (1919), no hizo sino incrementar las tensiones. Alemania, que había sido declarada culpable de la guerra, perdió sus posesiones coloniales y parte de su territorio continental, siendo además obligada a desmilitarizarse y a abonar desorbitadas reparaciones a los vencedores. Italia, pese a formar parte de la alianza vencedora, no vio compensados sus sacrificios y su esfuerzo bélico con la satisfacción de sus demandas territoriales.

El desenlace de la guerra había llevado a la desmembración de los imperios derrotados (el alemán y el austrohúngaro) y a la implantación en los viejos y nuevos países resultantes de repúblicas democráticas. No era fácil consolidar en estas sociedades sometidas a autocracias seculares y carentes de tradición democrática un sistema liberal, máxime cuando los valores en que éste se sustentaba (confianza en la razón humana, fe en el progreso) habían sido minados por los horrores de la guerra. Pero además, las democracias liberales mostraron pronto su incapacidad para hacer frente a una situación extremadamente delicada. El conflicto había dejado un paisaje de devastación económica y empobrecimiento generalizado de la población que los nuevos gobiernos no supieron abordar.

Todo ello fue capitalizado por grupúsculos y formaciones políticas extremistas, de entre las cuales cobraron progresivo protagonismo las organizaciones de la ultraderecha nacionalista, con el fascismo italiano y su variante alemana (el nazismo) a la cabeza. Junto a las aspiraciones nacionalistas anteriores a la Primera Guerra Mundial (por ejemplo, el ideal pangermanista de unir a los pueblos de lengua alemana), estos grupos asumieron como componentes ideológicos el revanchismo suscitado por el Tratado de Versalles y el militarismo expansionista implícito en doctrinas como la del «espacio vital», que preconizaba la necesidad ineludible de obtener un ámbito territorial dotado de la extensión y los recursos necesarios para asegurar el desarrollo económico y la prosperidad de la nación.


Presentándose además como los verdaderos patriotas frente a una clase política de traidores que había ratificado las imposiciones de Versalles, los fascistas ridiculizaron abiertamente el parlamentarismo y la democracia e incluso algunos de sus principios fundamentales, como el igualitarismo, contribuyendo al descrédito del sistema liberal desde una perspectiva opuesta pero complementaria a la de los comunistas, que veían en los gobiernos democráticos meros instrumentos opresores al servicio de la burguesía capitalista.

Sin embargo, para los fascistas, las formaciones comunistas y los sindicatos obreros eran poco menos que agentes de Moscú, es decir, una conjura organizada por enemigos exteriores para debilitar a la nación. Este inequívoco y furibundo anticomunismo acabaría resultando clave en su acceso el poder. Su mensaje no sólo caló paulatinamente entre las legiones de descontentos que había dejado tras de sí la guerra, sino que, en los momentos decisivos, el fascismo recibió el apoyo de las clases dominantes, temerosas de una revolución social como la que había liquidado la Rusia de los zares en 1917.

En fecha tan temprana como 1922, la «Marcha sobre Roma» de los fascistas italianos llevó al nombramiento como primer ministro de Mussolini, quien, tras ilegalizar las restantes fuerzas políticas en 1925, instauró su régimen fascista en Italia. Hitler, en política activa desde 1920, hubo de esperar al «crack» de 1929 y a su nueva espiral de bancarrota y desempleo; en 1932, el partido nazi fue la fuerza más votada en las elecciones; en 1933 fue nombrado canciller, y a mediados de 1934, habiendo suprimido las instituciones democráticas y toda oposición política, detentaba un poder absoluto como «Führer» o caudillo al frente del régimen nazi.

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